En el anterior post les conté sobre uno de mis grandes placeres; como se imaginarán, no es el único.
Cuando la conocí a Vicky lo primero que le dije fue que yo no dormía la siesta. Como a ella le gustaba, intentó convencerme reiteradas veces. Pero como buen cabezón que soy le seguía repitiendo que yo nunca dormí la siesta y que no iba a empezar a hacerlo ahora.
Bueno, como varios saben, un buen día sucumbí ante su insistencia y lo intenté. Fue un hito. Claramente hubo un antes y un después de esa siesta.
Lo más gracioso no es que hoy estoy casi toda la semana esperando a poder dormir la siesta, sino que desde el día uno sólo fueron necesarios 5 minutos para que caiga en un sueño profundo. Como se imaginarán todavía me carga cuando me imita diciendo “yo no duermo la siesta”.
La verdad es que antes de ella nunca pude dormir la siesta, y lo más llamativo es que sin ella aún no puedo hacerlo. Puedo estar muriéndome de sueño por una semana difícil o por haber salido la noche anterior pero si no la tengo a ella que se me acuesta en mi pecho, aunque quiera, no puedo conciliar el sueño. Es que lo que más me gusta de la siesta es el acostarnos abrazaditos uno encima del otro, poder sentir su peso, su respiración, su calor, y su infaltable olorcito. Al disfrutar conscientemente de cada una de estas cosas mi mente se despeja de cualquier cosa que esté alojada en ella y me invade la sensación de que tengo en mis brazos todo lo que verdaderamente me importa. Eso me da mucha tranquilidad y por cinco minutos, que es lo que tardo en dormirme, soy feliz. Es uno de esos ratitos donde uno se concentra en el hoy, en todo lo que uno tiene y en lo que está viviendo en ese momento.
Creo que lo más maravilloso de la vida en pareja es que hasta algo tan simple como es una siesta puede convertirse en toda una experiencia.
Cuando la conocí a Vicky lo primero que le dije fue que yo no dormía la siesta. Como a ella le gustaba, intentó convencerme reiteradas veces. Pero como buen cabezón que soy le seguía repitiendo que yo nunca dormí la siesta y que no iba a empezar a hacerlo ahora.
Bueno, como varios saben, un buen día sucumbí ante su insistencia y lo intenté. Fue un hito. Claramente hubo un antes y un después de esa siesta.
Lo más gracioso no es que hoy estoy casi toda la semana esperando a poder dormir la siesta, sino que desde el día uno sólo fueron necesarios 5 minutos para que caiga en un sueño profundo. Como se imaginarán todavía me carga cuando me imita diciendo “yo no duermo la siesta”.
La verdad es que antes de ella nunca pude dormir la siesta, y lo más llamativo es que sin ella aún no puedo hacerlo. Puedo estar muriéndome de sueño por una semana difícil o por haber salido la noche anterior pero si no la tengo a ella que se me acuesta en mi pecho, aunque quiera, no puedo conciliar el sueño. Es que lo que más me gusta de la siesta es el acostarnos abrazaditos uno encima del otro, poder sentir su peso, su respiración, su calor, y su infaltable olorcito. Al disfrutar conscientemente de cada una de estas cosas mi mente se despeja de cualquier cosa que esté alojada en ella y me invade la sensación de que tengo en mis brazos todo lo que verdaderamente me importa. Eso me da mucha tranquilidad y por cinco minutos, que es lo que tardo en dormirme, soy feliz. Es uno de esos ratitos donde uno se concentra en el hoy, en todo lo que uno tiene y en lo que está viviendo en ese momento.
Creo que lo más maravilloso de la vida en pareja es que hasta algo tan simple como es una siesta puede convertirse en toda una experiencia.